FOTOLIBERTAD 2011.

FOTOLIBERTAD 2011.
 
 
EDITORIAL
A seis meses de existencia, con más de tres mil visitas y solo tres comentarios TLAXCALLAN 13 sigue su rumbo virtual, cada vez mas enriquecida en contenido, con secuencias de imágenes fotográficas de producción artesanal, cada mes un artesano tlaxcalteca diferente,
 En este mes de la primavera no podía faltar un cuento sobre Don Benito Juárez, escrito y compartido por la Señora Laura Rivas. Y también otro de sus alumnos, BONIZÚ ÁLVAREZ CANALES  nos comparte un cuento. Y para cerrar este espacio cada vez mas literario una colaboración de Fraguz desde la cuna del tequila; Arandas Jalisco.
Una nueva sección, que promete crecer mucho, es la dedicada al Taller de Dibujo y Pintura Artísticos, que llevo a cabo con los niños de la Escuela Primaria Emiliano Zapata de la Loma Xicoténcatl; Tlaxcala.
Reconozco que hacer el retrato de una ciudad, de una cultura, es una tarea titánica. Hoy iniciamos el cometido de hacer carpetas por temas, tanto de imagen como de texto, para hacer mas compacto nuestro diseño y mas ágil la visita a nuestro espacio.

EL LUGAR DE SU DESTINO.*
                                                                                     Laura Rivas
Aquel niño prietillo, chaparro, poquita cosa, caminaba a oscuras una madrugada de 1818, por entre sendas y despeñaderos, yendo de Guelatao a Oaxaca. Venía huyendo de la choza de su tío Bernardino, porque sabía que al  amanecer éste abriría el corral, contaría el rebaño  y se daría cuenta que faltaba un animal.

Dicen algunos que perdió la oveja por estar muy ensimismado haciendo música con su flauta de carrizo. Otros más murmuran que no, que lo que sucedió fue que pasó por allí una gavilla de insurgentes, hambrientos y enfermos, y el mismo niño les dio el cordero para que comieran.

De todas formas, hacía ya rato que él quería irse a Oaxaca. Su mismo tío le había contado que en la ciudad grande había mucho trabajo y  que los que vivían por allá nunca pasaban hambre. Lo único era que había que aprender la  castilla, para darse a entender.  Así que le había enseñado las pocas palabras de español que conocía, y con una rama  había dibujado las primeras letras en la tierra suelta, para que el niño las copiara.

Desde entonces, una y otra vez Benito le había preguntado a su pariente: “¿Cuando vamos a Oaxaca, tío?”, y la respuesta era siempre “Un día de estos”.  
Ese día llegó cuando se perdió la oveja. Benito se levantó de madrugada y salió callado de la choza, sin ropa de abrigo ni comida, y empezó a caminar, tiritando de frio en medio de la noche,   hacia aquella ciudad enorme, a la que llegó cuando ya estaba entrado el día.

¡Cuantas calles y  cristianos! Benito no entendía ni pizca de lo que decían. Sólo recordaba que  su hermana mayor se había ido muchos años atrás allí, a trabajar de criada en una casa rica. Así que recorrió cuadras y cuadras, hasta que dio con un   barrio donde las mansiones eran altas y hermosas.

Y por ahí se fue, tocando de puerta en puerta. Cuando alguna sirvienta salía a ver quien llamaba, decía las nuevas   palabras de castilla que se sabía:   “¿Josefa?  ¿Criada?”  Y cuando la sirvienta le contestaba quien sabe que cosas, meneando la cabeza y cerrando la entrada, Benito continuaba en la siguiente casa: “¿Josefa?¿criada?”.

Ya casi al caer la tarde, tocó a la puerta de un edificio   de  cantera blanca, luminosa, pero cuando una muchachita morena, de ojos oscuros,  dulces y tristes le abrió la puerta, ya no dijo nada, porque en el rostro de aquella joven, Benito estaba contemplando la cara  de su madre, muerta muchos años atrás.

La sirvienta se le quedó mirando, con los asombrados ojos llenos de lágrimas, como preguntando: “¿Eres tú?”, porque ella también  estaba encontrando, en la mirada seria de aquel niño, demasiado pequeño para su edad, los ojos de su difunto padre.

Y entonces,  se abrazaron y lloraron juntos su orfandad, los años que no se habían visto, todas las penas que cada quien vivió sólo por su lado, porque entre los indios zapotecas, una pena no se acaba hasta que no la has llorado junto a un ser querido.

Después Josefa lo tomó de la mano y lo metió a  la casa, presentándoselo a su patrón, el Sr. Maza, a quien le suplicó que le permitiera quedarse, mientras ella buscaba donde colocarlo. Hasta propuso que le descontaran de su salario  la comida de Benito.

Unos días después. Benito salió de allí caminando detrás de don Antonio Salanueva, un amigo de la familia Maza, quien lo aceptó como criado en su taller de  encuadernación, a cambio de techo, ropa y comida, pero, sobretodo, y  lo más importante para el muchacho, a cambio de escuela.

Benito iba por la calle luciendo una sonrisa franca, de oreja a oreja, como pocas veces se vio en su rostro adusto;  pero es que estaba feliz , con una felicidad que apenas le cabía en el cuerpo,  porque por fin ya estaba en el lugar de su destino..

·         Información de dominio público, incrementada por algún fragmento de   Los caminos de Juárez de Andrés Henestrosa, FCE/SEP.


SACRIFICIOS

                                                                                                                   BONIZÚ ÁLVAREZ CANALES

El día de La Candelaria entre el Ramiro, Ricardo, Pedro y yo decidimos visitar la zona de Cacaxtla.   María se encargó de convencer a las chavas y nosotros al resto del grupo, para que nos voláramos ese día las clases, ya que pronto comenzaban los exámenes finales y queríamos olvidarnos de todo. No importaba gran cosa que no pusieran   atención a las pinturas prehispánicas, que ya muchas veces habíamos visto en las excursiones escolares, donde nos contaban acerca de una historia lejana y exótica para nosotros, tanto como para los gringos y japoneses que muy interesados recorrían el lugar. No, la cosa era estar juntos y divertirnos un rato.

Cuando llegamos, un guía conducía a los extranjeros, recitando con voz monocorde fechas y momentos históricos. Nosotros mejor  hicimos apuestas,  a ver quien subía y bajaba las pirámides, sin deslomarse jadeando por la falta de aire, después de la segunda pirámide ya nadie pudo seguir y nos fuimos al centro ceremonial.

Mis amigos recorrieron el lugar a toda prisa, pero yo me fui más lento porque seguía fatigado. Entonces, observé con detenimiento las pinturas y fijé la mirada en la imagen del Guerrero Águila, que parecía llamarme de alguna forma; al momento de cambiar de nivel, me pareció ver que las plumas de su penacho se movían, mientras daba la impresión que me mirara de reojo. Me saque tanto de onda, que no vi cuando los demás se alejaron.

Luego pensé que a la mejor era un holograma para llamar la atención. Sin darle más importancia seguí mi camino, pero me llevé conmigo la imagen del guerrero, el rojo intenso de su traje, el penacho en forma de cabeza de águila y los accesorios que le acompañaban, como símbolo de su poder; de repente me sentí sumergido en un ambiente distinto, donde los sonidos de tambores, el ir y venir de gente y un olor de sangre y copal surgían de los pisos y muros.

Cuando intenté voltear para ver de donde venía todo eso, el vibrar del celular me regresó a la realidad; sacudí la cabeza, riéndome de mi mismo, del viaje que había hecho sin mota ni alcohol. Bajé la mirada y noté un brillo oscuro en el suelo y descubrí una punta de lanza de obsidiana negra. Miré hacia los lados, para asegurarme que no había nadie, la levanté y la guarde en el bolsillo.

Cuando estábamos comiendo, Juan nos platicó acerca de unas cuevas que hay en San Miguel del Milagro, su pueblo y  de que en torno a ellas rondaba la leyenda de que a media noche se abría una puerta de luz y salían seres místicos, a robarse los corazones de los jóvenes guerreros. Esto se lo habían contado sus abuelos.

Todos incrédulos comenzamos a especular acerca del tema, chacoteando sobre como serían esos seres y en que forma arrancaban los corazones, no faltó el baboso que con una cuchara hiciera el movimiento de enterrármelo en el corazón. Durante el juego empezaron a fingir que eran guerreros y me amarraron a la mesa vociferando “sacrificio”. Me levantaron y en ese momento se cayó de mi bolsillo la punta de la lanza, Juan la recogió y lanzando un grito triunfal hizo la pantomima de enterrarme la punta en el corazón.

María muy molesta y asustada gritó, —suéltenlo—, los demás, cagados de la risa, me dejaron caer, —Miguel, Miguel ¿estás bien?—  y comenzó a besarme lentamente, pegando su cuerpo al mío. Me acarició la cara y sentí su calor y su aliento sobre mi cuello, su boca se unió a la mía en un beso tan candente que me quitó el aire.

Aun con la euforia del momento, mis cuates le pidieron a Juan que nos llevara a conocer las famosas cuevas, él  nos fue mirando uno a uno, lentamente, como escudriñándonos. Al  final levantó el vaso de pulque, le dio un trago y aceptó. Al poco rato llegamos al lugar y vimos que las grutas eran muy frecuentadas, sobre todo por estudiantes de pinta.

Continuamos caminando y nos llamó la atención el paisaje pedregoso y observamos que en las paredes de los cerros había muchos grafittis y mensajes de amor.  Con voz seria Juan nos dijo que en ese lugar habían encontrado una figura del Guerrero Águila y varias vasijas ceremoniales y desde entonces los del pueblo buscaban acercarse a sus antepasados al ir a esas cuevas.

Tomamos una vela que se encontraba a la entrada de las cuevas y la prendimos, el primero en entrar fue Juan, quien nos iba indicando donde pisar para no resbalarnos, ya que había muchos hoyos, por la erosión del agua y el tiempo, nos repetía que guardáramos silencio por respeto a la zona ceremonial, no fuéramos  a mancillarla con alguna babosada. En eso estaba, cuando el zonzo del Ramiro lo empujó, Juan cayó en un charco junto con la vela que nos conducía.

De repente todo quedó en tinieblas y chocamos unos contra otros. Ramiro prendió la luz de su celular y encontramos a Juan mojado y ensangrentado; su camiseta y pantalón estaban llenos de lodo y de su ceja salía un hilo de sangre, se levantó del charco y cuando caminó todos empezamos a reírnos y a chotearlo, porque sus zapatos se oían como si llevaran ranas y éstas estuvieran croando. La cara de Juan parecía tallada en piedra, levantó la vela y la encendió de nuevo, le arrancó de la mano su cel a Ramiro y lo arrojó al charco. ¡Vámonos! dijo con voz tan seca y terminante que nadie se atrevió a protestar y salimos; ofreciéndole miles de disculpas, y pidiéndole una nueva oportunidad, porque la verdad es que queríamos acampar afuera de las cuevas.

Después de pensarlo mucho aceptó, pero nos ordenó que fuéramos vestidos con ropa de algodón o manta, nos advirtió que a la primera payasada se iría y nunca más nos volvería a llevar. Todos, con la mayor seriedad posible prometimos portarnos bien.

Llegó el fin de semana, el lugar de reunión era la casa de Juan en San Miguel, todos fueron llegando poco a poco y cuando dieron las cuatro de la tarde partimos hacia la aventura. Al llegar armamos las casa de campaña, buscamos ramas para encender la fogata, y le lanzamos a Ricardo piedritas por sacar su lap y poner el desorden, ya que las chavas comenzaron a mandar mensajitos por su cel, les dijimos que los guardaran, porque era un campamento de ritual ancestral y queríamos que fuera lo mas fiel posible a la época; Juan guardaba un silencio desdeñoso pero en ningún momento nos reprendió.

Pero al poco rato de estar ahí, nos pusimos a jugar fut y tomar chelas hasta caer la tarde, entonces nos reunimos en la fogata y Pedro comenzó a tocar en sus tambores The Lion Sleeps To Night, de moda por el mundial; los demás comenzaron a bailar alrededor del fuego y se pasaban una y otra vez la botella, a la cual Juan le había agregado peyote, disque  para facilitarnos el viaje.

Mientras seguíamos en la fiesta, Juan estaba quieto, mirando al horizonte; al voltear a verlo descubrí que su ropa era impecable, pero sobre todo distinta. El diseño de su camisa y pantalón no eran del diario, su mirada era más profunda y sus rasgos indígenas se marcaban más. Había un aire de dureza en el, que me remontó a la imagen del sacerdote sacrificador de los murales de Cacaxtla, pero no le di mayor importancia.

Mientras veía a mis cuates, sin pensar fijé la mirada en la entrada de las cuevas, ya que parecía que el sonido de los tambores provocaba un eco dentro de las mismas; María me sacó del trance al acercar su boca a mi oreja, comenzó a besarme el cuello y con sus manos me acariciaba el pecho y sentí como su dedos  fueron descendiendo lentamente hasta llegar a la entrepierna, sus pechos se pegaron fuertemente a mi espalda y me susurró que fuéramos a la tienda de campaña. Un poco dudoso le dije que no, que era muy temprano aún, que esperara un rato más; se marchó molesta y yo me quedé contemplando la entrada de las cuevas.

Al verme tan distraído,  Juan me dio la botella y todos mis amigos empezaron a gritar
–¡ fondo, fondo! - y para no decepcionarlos le tomé hasta que el alcohol me escurría de la comisura de la boca. Ya entrado en más ambiente, comencé a ver que a mis cuates, entre baile y baile, les salían palabras en lo que parecía náhuatl; sacado de onda le pregunte a Juan si escuchaba, el tenía un rostro inescrutable, y aunque me sonrió levemente, solo contestó que ya estaba yo  medio pedo, que mejor le diera otro trago a la botella para que acabara de empedarme.

Completamente borracho, me levanté a orinar y sin darme cuenta ya estaba en la entrada de la cueva, y entonces distinguí como si una luz muy tenue surgiera el fondo. Como pude regresé y grite que fueran, todos corrieron a ver que pasaba y cuando indiqué el lugar, se asomaron y se burlaron de mi, ya que todo estaba en completa oscuridad. Todos se rieron, menos Juan, quien un poco extrañado, pero al parecer satisfecho, miraba con mucha atención la abertura que yo señale. En sus ojos hubo un brillo siniestro y asintiendo con la cabeza dio la espalda al lugar y se sentó junto a la fogata nuevamente.

No supe cuando me quedé dormido, mientras los demás seguían la juerga; al poco rato desperté con ganas de vomitar, pero al querer levantarme no pude, mis manos y pies estaban atados con un mecate. Asustado grité pero nadie parecía oírme; mis amigos actuaban como drogados, había hombres que no conocía, al parecer lugareños, que ahora tocaban los tambores, cuyo sonido era distinto, de ellos salía una tonada monótona y antigua, y en la cara de Juan había una determinación solemne.

Volví a quedarme dormido y cuando volví a abrir los ojos mis amigos me llevaban en andas y Juan caminaba al frente con una antorcha y se dirigían a la cueva. El terror se me atoraba en la garganta, sin poder salir de mi boca seca, nadie me escuchaba, solo caminaban como zombis y al momento de voltear y ver a María, y suplicarle que me ayudara, sólo respondió con su mirada perdida e indiferente; esa traición me provocó la sensación de un golpe en el estómago que me hizo cerrar los ojos, mientras manos sudorosas me desnudaban y colocaban vestiduras ajenas

Cuando miré de nuevo me encontré ataviado como el Guerrero Águila. Mis amigos, vestidos con ropaje indígena, me conducían lentamente hasta un altar donde escurría la sangre. Al frente iba Juan con taparrabo y una capa de piel de jaguar, en las manos llevaba una vasija e iba recitando en un lenguaje gutural y fuerte, palabras de un náhuatl extraño, desconocido, que al resonar en mis oídos me horrorizaban cada vez más. Atrás de mi iban las chavas con flores en la cabeza, llevando unas bandejas con jarras e instrumentos filosos de piedra.

Me desmayé, pero el sonido de tambores y el olor a copal me hicieron volver en mí, Juan estaba parado frente a mí, vociferando palabras ininteligibles, y en su mano sostenía la punta de obsidiana negra amarrada a un palo de madera. Su rostro me daba pavor, lo tenía pintado de blanco completamente, en las mejillas traía pintados unos cráneos y en la frente unas grecas, el ceño estaba tan fruncido que pareciera que las venas iban reventar.

Cerré los ojos con fuerza, repitiéndome que todo esto debía ser una pesadilla provocada por el peyote, no podría ser real; pero ese dolor tan fuerte en mi pecho, exactamente del lado del corazón, como si estuviera abierto, mientras un viento frío lo recorría.... Luego, sólo alcance a ver unas siluetas alejándose del lugar, lenta y pausadamente con una especie de paz, llevándose el sonido del tambor y el olor a copal, mientras las antorchas se iban extinguiendo poco a poco.

Fui hallado tres días después del campamento. Mis amigos no sabían como es que terminé aquí, todos pensaron que me había ido antes que ello. Juan, con rostro inescrutable, me cerró los ojos y se dio la media vuelta. Sentí como si el sol me quemara de lleno, iluminando mi cuerpo destrozando y lastimándome los párpados. Entonces me di cuenta que las luces abrasadoras eran tan sólo las linternas de los policías, que habían llegado al interior de la cueva y alumbraban mi rostro para que, en medio de sus sollozos, María pudiera identificarme.



EL FANTASMA QUE ERA ESCEPTICO
Por Francisco Guzmán 
No creo en fantasmas. Pero un vacío existencial, o tal vez la ausencia de un Dios, algo o alguien en quién creer, me han impulsado a comprar esta casa de la cual se dice está habitada por un fantasma. Después de todo, si la vida es un hastío y si ya leí los libros que tenía que haber leído, y si ya me he fumado los cigarros que debía fumar; y si me da lo mismo desayunar en Paris o en Londres, [un día despierto en Singapur, al día siguiente en Tokio; siempre las mismas caras de la tragedia humana], entonces; ¿por qué no habría de comprar esta casa embrujada, aquí en la Riviera Francesa? Me dije: para experimentar el misterio, si es que lo hay.
De modo que estoy aquí. La primera noche hubiera sido espantosa e insoportable para el común de la gente, más no para mí. Poseo un sentido inquisidor y un instinto  racional que me permiten siempre buscar la explicación de las cosas.  Lo que escuché eran ruidos como de uñas arañando la puerta. Abrí y no había nadie. Luego, más tarde, el eco de unos pasos por el corredor. Salí y nuevamente nada, nadie. En la cocina de pronto, a eso de las dos de la madrugada, se escuchó un estruendo de platos rotos. Lamenté haber sido despertado de manera tan abrupta. Efectos especiales, supuse. Comencé a inspeccionar el supuesto recuento de daños, pero la cocina lucía en perfecto orden. Me dediqué entonces con ahínco a descubrir el sistema electrónico que con toda seguridad estaría oculto en alguna parte de la casa y que debía ser el origen de esos ruidos.  El negocio consistiría en vender una y otra vez la casa, ahuyentado a los nuevos residentes con trucos baratos que bien podían erizar los cabellos de otra persona; pero que tratándose de mí, ello iba resultar poco más que imposible.  
Bien, si de eso se trata, pensé, veremos quién se cansa primero. Por ningún motivo abandonaría esa casa, hasta comprobar que se trataba de una farsa, o de una broma de mal gusto. ¿De quién?, seguramente del anterior propietario. Por cierto, escuché con desdén cuando me contaron que la casa estaba habitada por un espectro, alguien de otro siglo. Según eso se trataba de un hombre sombrío y atormentado por una compulsiva manía por la lectura, hasta que enloqueció en uno de los aposentos; concretamente en la biblioteca que está ubicada en un rincón del ático. Se dice que tratando de encontrar el enigma de la dualidad del ser y de la inmortalidad del cangrejo, había sido encontrado sin vida junto a un viejo manuscrito.  Eso me dijo la cocinera del único hotel de esta villa. Por eso decidí adquirir esta mansión, para indagar todas esas supersticiones.
Durante la siguiente noche no escuché nada, es decir nada fuera de lo normal; a excepción del ajetreo de unos gatos  que sobre el tejado dibujaban extrañas siluetas sobre un marco de plenilunio. Por demás está decir que inútil resultó tirarles mi único par de zapatos. Ellos seguían allí sobre el tejado enfrascados en agónico enredo. Y no supe a qué hora logré conciliar el sueño.
Lo de hoy, en cambio, sí que es distinto. Ahora mismo, en medio de esta oscuridad, puedo distinguir voces que parecen venir en todas direcciones. Es como si la casa de pronto se hubiese llenado de murmullos. Acaso reverberaciones de una dimensión desconocida, voces ininteligibles y lejanas; como cuando hay una fiesta en alguna parte, digamos al otro lado de la colina, pero que uno no es capaz de distinguir claramente; o como ecos de un disco con defecto de audio. Todo es perfectamente explicable. Eso creí. Y aunque no soy partidario de la existencia del alma más allá de este plano material, sí me parece que no le vendría mal a esta vida un poco de magia. Y qué mejor ocasión, para de una vez por todas desatar nudos, aclarar dudas. ¿Estaba pues ante lo sobrenatural? 
Ya no sólo eran las voces que se escuchaban precisamente abajo en el jardín, ahora podía distinguir a través de la ventana figuras borrosas que poco a poco se iban materializando. Eran niños, mujeres y hombres vestidos de manera extraña, como en una fiesta, tal vez una boda; no podría decirlo. Apagué la luz para distinguir mejor. Ellos seguían allí, generados quizás por un momento congelado en el tiempo, fantasmales, difusos; con sus risas y sus conversaciones distantes. Frente a mis ojos tenía la prueba indiscutible de que el más allá es un sitio que, por alguna razón suele ser recurrente. Es sabido, aunque todavía lo dudo, que ciertas casas guardan las energías de los que yacen en el sepulcro. ¿Así que los fantasmas después de todo no son un mito? Pero resultaba obvio que entre ellos y yo había un insalvable trayecto, una niebla indescriptible que al parecer nos impedía toda comunicación. Pero, si yo podía verlos, ¿también ellos podrían verme?  Abrí entonces la ventana.
-         ¡Hey, escuchen¡, ¿pueden verme?- Comencé a llamarlos desde el ático.
Era evidente que no me oían. Mi voz debía primero cruzar las longitudes de ignotas dimensiones. Al menos eso me pareció en un principio. Hasta que…  y eso es precisamente lo que me tiene acongojado. Mientras yo seguía tratando de entablar algún vínculo de comunicación con ellos; uno de los niños que ante mis ojos aparecía como una silueta imprecisa, notó mi presencia. El pequeño comenzó inmediatamente a dar voces.
- ¡Allí, miren todos¡ En la ventana del ático.
Los ojos espectrales de todas esas personas se fijaron en mí; primero con incredulidad, después con infinito asombro. Mientras tanto, aquel estúpido niño, sin dejar de señalarme, no paraba de gritar.
-¡Un fantasma, un fantasma¡

1 comentario:

Monica Pérez dijo...

Gracias al creador de este espacio. Hacía falta en Tlaxcala un medio como este; desinteresado y versatil.
A la escritora Laura Rivas le desemos mucho exito y gracias por formar a nuestros futuros escritores. Saludos a Francisco Guzman que cada vez escrbe mejor.
Gtracias a todos por este viaje a TLAXCALLAN.