Los monstruos del
bosque.
Porfirio Gómora Arrati
Aquella tarde, atrás de la casa, un gran bosque con árboles
de troncos gruesos y largos, cubrían la casa con su sombra. Había nubes negras
y espesas, de esas que dejan caer grandes gotas y granizos como pelotas, que si
te pegan en la cabeza, no te salvas por lo menos de un chichón.
Mi
abuela me dijo -¡Güero! ¡Ve por los
animales! ¡Los traes y amarras, ya es tarde, que viene el agua!-
Siempre he sido pequeño, a los niños de mi edad los veía
pa’ arriba, así que fui corriendo entre los árboles, sin encontrar a las bestias, por lo que los seguí
buscando hasta el otro lado, donde están las milpas de los vecinos. Llegué al sembradío
de Don Remigio, la lluvia y las piedras de hielo golpeaban las hojas del maíz, haciendo
fuertes tronidos. No se veía nada, todo
estaba borrascoso, la tierra y la hierba mojados. Era inútil, los animales no
se veían entre el maizal. Aun así, camine como media parcela, en ese momento
distinguí una amenazante sombra, que venía muy rápido hacia mí.
Mis pequeños ojos se abrieron enormes, no podía creer que
estuviera en el camino de un engendro, que emergía de la noche sombría y lluviosa. Sus pasos retumbaban con
estruendosos ruidos, me quede paralizado del pavor, tanto que ya no sentía ni
el frio de la tormenta, ni los golpes de la granizada. Ahí estaba yo, mudo e
inmóvil, viendo como se acercaba aquella densa oscuridad, que resollaba y apaleaba
las plantas de maíz.
Entonces, di media vuelta y corrí hacia el bosque, la negrura
no me permitía ver donde iba y cada paso que daba parecía que avanzaba muy
poco. Aquel enorme monstruo lo sentía cada vez más cerca. Aceleré la carrera y
me caí hacia un lado, con pánico vi como pasaron dos horribles bestias inmensas
muy cerca, casi pisándome los pies. De pronto vi una silueta negra y larga corriendo,
que tropezó conmigo y sentí que algo muy pesado me cayó encima. Ya no aguanté
más y lloré a gritos, entonces aquel ser me levantó preguntándome
-¿Quién
demonios eres tú, que haces aquí?-
-Soy
el Güero- le contesté llorando, mientras mis lágrimas resbalaban por mi cara triste de apenas cinco años.
Era
el dueño de aquel maizal y muy enojado me regañó
-¡Pos
ora mismo, le digo a la doña que me pague la siembra que se comieron tus vacas!-
En
ese instante, a lo lejos se escuchó un trueno y una luz blanca iluminó los
árboles y las bolitas de agua; yo ya le
temía a las monstruosas vacas, pero allí me pareció ver, bajo el altar de la casa, con las veladoras encendidas a los santos, la
siniestra figura de mi abuela con la mirada fría, la cara plagada de arrugas,
que irradiaba amargura, odio y furia. El chal sobre los hombros encima del
vestido negro, empuñando el garrote con fuerza.
El terror que me que
inspiraba aquella anciana fue más fuerte
aún que el que pudiera darme cualquier
monstruo. Así que todavía llorando corrí hacia las bestias oscuras, agarrando una rama que agite como vara para arriar a las vacas hacia el establo.
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